Estimado lector, oyente, televidente o seguidor hispanoparlante:
En esta página publico mi crónica correspondiente al domingo 19 de mayo de 2024 sobre la salida ciclista.
Trataremos el reciente fallecimiento de dos personas que fueron protagonistas de la Transición de los años 70 y 80 del pasado siglo: FERNANDO SUAREZ y VICTORIA PREGO.
Paz a los muertos. Por Fernando Suárez, ex-Ministro
NO habían nacido Carlos Osoro ni Ricardo Blázquez cuando Miguel de
Unamuno dirigía en latín el 20 de septiembre de 1936 un mensaje de la
Universidad de Salamanca a las universidades y academias del mundo, anunciando
que se estaba produciendo sobre el suelo español un choque tremendo, «al
defenderse nuestra civilización cristiana de Occidente, constructora de Europa,
de un ideario oriental aniquilador». La posterior discrepancia del rector
salmantino con los modos de quienes defendían la primera no afectó a esa
consideración de que se había entablado una guerra entre el cristianismo y el
comunismo.
Después vendría –el 1 de julio de 1937– la Carta Pastoral del
Episcopado español a los obispos del mundo entero, redactada casi íntegramente
por el cardenal primado, el tarraconense Isidro Gomá, y suscrita, entre otros
muchos arzobispos y obispos, por el también cardenal Eustaquio Ilundáin y por
varios de los que alcanzarían años después el cardenalato, como Arce y
Ochotorena, Arriba y Castro o Parrado y García. Manifestando su dolor por el
desconocimiento de lo que estaba ocurriendo, el trascendental documento
revisaba el quinquenio que precedió a la guerra, durante el cual «la autoridad,
en múltiples y graves ocasiones, resignaba en la plebe sus poderes», hasta que
el régimen político de libertad democrática «se desquició por arbitrariedad del
Estado». La Pastoral denuncia ya lo que competentes historiadores han
demostrado científicamente en 2017 y es que «con más de medio millón de votos
de exceso sobre las izquierdas, obtuvieron las derechas 118 diputados menos que
el Frente Popular, por haberse anulado caprichosamente las actas de provincias
enteras, viciándose así en su origen la legitimidad del Parlamento».
Así resumen los obispos el plebiscito armado que es la guerra: «La
lucha cruenta de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del lado
de los sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la
civilización tradicional y la patria y, muy ostensiblemente en un gran sector,
para la defensa de la religión y, de la otra parte, la materialista, llámese
marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de
España con todos sus factores por la novísima “civilización” de los soviets
rusos».
Ocuparía demasiadas páginas la antología de los testimonios de la
jerarquía católica reconociendo que la «España nacional» había reaccionado
religiosamente frente a «la acción destructora y nihilista de los sin Dios»,
premisa a partir de la cual se otorgaron al victorioso Generalísimo Franco toda
clase de bendiciones y honores.
Guste o no guste recordarlo ahora, es histórico que el cardenal
primado Pla y Deniel recibió a Franco en 1948 recordando que había llevado a la
España nacional a la victoria con fe y confianza en el auxilio divino y que en
la boda de su hija, en 1950, dijo a los contrayentes que tenían «un modelo
ejemplarísimo en la familia de Nazaret y otro más reciente en el hogar
cristiano, ejemplar, del Jefe del Estado». El más tarde cardenal Herrera Oria
incluyó en su conferencia «Pecado, castigo y resurrección de España», de 1949,
el párrafo siguiente: «Sería por mi parte una ingratitud y hasta una vileza si,
con santa libertad apostólica y obedeciendo al mandato de mi conciencia, no
recordase a quien, en la Jefatura del Estado, primer magistrado de la nación,
da cotidianamente un alto ejemplo al pueblo de concienciado cumplimiento de su
deber; deber que él concibe, no como una orden impuesta por la disciplina
militar, ni como un mandamiento político, ni como un sacrificio patriótico,
sino como algo más alto que reúne y eleva estos tres nobles aspectos del mismo:
lo concibe como un deber religioso, convencido de que de su conducta, tan
repleta de gravísimas responsabilidades, deberá rendir cuenta un día a Dios
Nuestro Señor». En 1954, el cardenal Quiroga Palacios felicitaba a Franco «por
haber sido elegido por Dios para reafirmar nuestra unidad católica y para
asentar en España este sistema de relaciones entre la Iglesia y el Estado».
También el cardenal Enrique y Tarancón, en el funeral del Jefe del
Estado el mismo día de su fallecimiento, proclamó que todos nos sentíamos
acongojados «ante la desaparición de esta figura auténticamente histórica. Nos
sentimos, sobre todo, doloridos ante la muerte de alguien a quien sinceramente
queríamos y admirábamos». Tras anunciar que no esperáramos «ni un juicio
histórico ni tampoco un elogio fúnebre», añadió estas expresivas palabras:
«Creo que nadie dudará en reconocer aquí conmigo la absoluta entrega, la
obsesión diría incluso, con la que Francisco Franco se entregó a trabajar por
España, por el engrandecimiento espiritual y material de nuestro país, con
olvido incluso de su propia vida». Tres días después fue el cardenal primado
González Martín quien rindió homenaje al «Padre de la Patria que con tan
perseverante desvelo se entregó a su servicio», diciendo lo que sigue: «Brille
la luz del agradecimiento por el inmenso legado de realidades positivas que nos
deja ese hombre excepcional, esa gratitud que está expresando el pueblo y que
le debemos todos: la sociedad civil y la Iglesia, la juventud y los adultos, la
justicia social y la cultura extendida a todos los sectores».
No fueron únicamente los cardenales españoles quienes valoraron en
tan alto grado al eminente gobernante católico: S.S. Pío XII que prodigó
mensajes y telegramas de felicitación y agradecimiento por la victoria de
Franco otorgó «a su amado hijo», el 21 de diciembre de 1953, el Gran Collar de
la Orden Suprema de Cristo, la distinción vaticana más alta en dignidad y de la
que solo se concedieron diez a lo largo del siglo XX.
Con tales antecedentes, a nadie sorprendió que el Jefe del Estado
recibiera cristiana sepultura en la Iglesia de la Santa Cruz del Valle de los
Caídos que San Juan XXIII había elevado a Basílica menor en 1960 recordando en
su Carta Apostólica Salutiferae Crucis que «acabados los padecimientos,
terminados los trabajos y aplacadas las luchas, en sus entrañas duermen juntos
el sueño de la paz los caídos en la guerra civil de España». La Basílica fue
visitada también por el cardenal Joseph Ratzinger en 1989, cuando ya descansaba
en ella Franco, cuya tumba bendijo. Cualquier decisión rectificadora de esta
historia tiene una trascendencia incalculable. La tendenciosa tesis de que
ningún país consentiría que un dictador fuera objeto de tratamiento semejante
choca violentamente con la dura realidad de que este gobernante murió en la
cama, recibió el homenaje respetuoso de millones de compatriotas, decidió que
le sucediera el Rey que restauró la democracia y fue precisamente éste quien
dispuso, en documento firmado el 22 de noviembre de 1975, que se entregaran los
restos mortales de su predecesor al padre abad y a la reverenda comunidad de
monjes, encareciéndoles que los recibieran y los colocaran en el sepulcro
destinado al efecto, sito en el presbiterio, entre el altar mayor y el coro de
la Basílica, a la vez que encomendaba al notario mayor del reino que levantara
acta de tan solemne ceremonia que el Rey mismo presidió.
Aún comprendiendo la inquietud de los actuales prelados por no
alinearse con una de las partes de este artificial conflicto ni reproducir
antíguas beligerancias, somos todavía muchos los católicos españoles que no
entenderíamos una actuación pasiva e incoherente de la actual jerarquía. Es
notorio que, sin su venia, no se puede alterar nada en el interior del recinto
religioso, supuesto que los lugares de culto tienen garantizada su
inviolabilidad, según el artículo 1.5 del Acuerdo entre el Estado Español y la
Santa Sede de 1979. Por eso esperamos que no se despache el asunto con un
formulario «no hay inconveniente» y que se medite con profunda seriedad cómo se
contribuye mejor a la permanentemente invocada «reconciliación» de los
españoles: consintiendo la revisionista exhumación de ese cadáver mientras
lucen en nuestras calles estatuas de quienes propiciaron o consintieron la
mayor persecución religiosa que España ha conocido, o defendiendo y procurando
que unos y otros descansen definitivamente en paz. Si de verdad dialogan con
los gobernantes, no debería ser difícil convencerles de que lo más prudente es
respetar la historia como fue.